La existencia de distintos grupos sociales, ya sea por razones éticas, de religión, raza, sexo, ideología o nacionalidad, es una realidad indiscutible. Muchos de esos grupos, históricamente, han intentado imponerse política y/o socialmente respecto a otros, es decir, por una determinada cualidad, fuera física o psíquica, o simplemente por una cuestión meramente ideológica, unos grupos se sentían legitimados a superponerse sobre otros. Este pensamiento, aunque sigue estando demasiado presente en nuestro contexto, no debería tener cabida en una sociedad de derecho como la que vivimos, donde la igualdad y la no discriminación son valores fundamentales.
Como consecuencia, los poderes públicos han intentado desarrollar medidas para luchar contra dicha desigualdad, como son las medidas de acción positiva y/o de discriminación positiva. Antes de entrar a establecer y definir estas figuras, cabe señalar que existen distintas opiniones sobre ellas, es decir, no todas las posturas defienden la idea que vamos a desarrollar, pero sí es la más aceptada de forma general:
Teóricamente, la finalidad de estas medidas es conseguir, mediante los mecanismos adecuados, compensar una situación potencialmente injusta, pero sin que ello implique privilegios o prevalecimientos de un grupo de personas respecto a otras, ni sustituya al esfuerzo personal para acceder a determinados puestos de responsabilidad, por tanto, son medidas creadas para favorecer el acceso a determinados derechos de colectivos o personas que tradicionalmente han tenido dificultades para ello. Pero, aplicar estos mecanismos sin establecer privilegios ¿es realmente posible?
Como comentamos, parte de la doctrina distingue entre acciones positivas y discriminación positiva, alegando que la diferencia entre ambas radica en que, aunque en ambos casos se busque la integración y protección de la parte discriminada, en el caso de la discriminación positiva, se da como contrapartida que las personas no pertenecientes al grupo “favorecido”, sufren un perjuicio, ya que se ven relegadas a favor del primero. Es decir, las técnicas de discriminación positiva implicarían un trato jurídico preferente y diferenciado a una persona o grupo respeto a otro que se encuentra en una situación similar, mientras que la acción positiva solo desarrollaría el primer efecto.
Otra parte de la doctrina, alega que ambos conceptos son sinónimos y, por ende, su utilización dependerá de cada sujeto; aquellas personas que sean defensoras de este tipo de medidas se referirán a ellas como de acción positiva y aquellos que no, de discriminación positiva.
Estas medidas han dado mucho que hablar en lo que respecta a la diferenciación entre hombre y mujeres, debido a que la discriminación positiva en favor de la mujer, puede ser en sí mismo discriminatoria, ya que conlleva necesariamente aceptar la diferenciación física y social entre hombres y mujeres y del mismo modo, que la mujer, por el mero hecho de serlo, se encuentra en una situación desventajosa, y si es verdad que duramente mucho tiempo hemos vivido en una sociedad patriarcal, hoy en día no puede aceptarse esa premisa como norma general.
Este hecho se complica aún más cuando entramos en el ámbito del Derecho Penal, un terreno donde la utilización de estos mecanismos puede ser muy peligrosa. El mayor exponente de la discriminación positiva en este campo lo encontramos en los delitos de violencia de género, tipo penal que solo puede ejercerse por un hombre frente a una mujer y no al contrario. No cabe discusión acerca de que la mayor parte de los casos de violencia dentro de la pareja se llevan a cabo por parte del hombre hacia la mujer, pero establecer un tipo penal en el que uno de los requisitos sea que quien ha sufrido dicha acción violenta sea una mujer, puede reforzar un rol estereotipado, en el cual la mujer ocupe un papel socio-cultural inferior a la del hombre y, en cierta manera, dependiente de él, además de poder convertirse en un arma en manos de quienes no tengan escrúpulos en aprovechar dicha desigualdad para alcanzar sus propios fines.